Potasio
En enero de
1941, la suerte de Europa y del mundo parecía echada. Solamente algún iluso
podía pensar todavía que Alemania no iba a ganar la guerra. Los estólidos
ingleses «no habían caído en la cuenta de que tenían perdida la partida», y
resistían obstinadamente a los bombardeos, pero estaban solos y sufrían
sangrientos reveses en todos los frentes. Únicamente quien se hiciera el ciego
o el sordo podía abrigar dudas acerca del destino que les esperaba a los judíos
en una Europa alemana. Habíamos leído «Los hermanos Oppenheim» de Feuchtwanger,
importado clandestinamente de Francia, y un «Libro Blanco» inglés, llegado de
Palestina, en el que se describían las «atrocidades nazis»; habíamos creído la
mitad, pero ya era bastante. A Italia habían venido a parar muchos huidos de
Polonia y de Francia, y habíamos hablado con ellos. No conocían los detalles de
la carnicería que se estaba desarrollando bajo un monstruoso velo de silencio,
pero cada uno de ellos era un mensajero, como los que acuden a Job para decirle
«sólo he quedado vivo para contarlo».
Y sin embargo,
si se quería vivir, si se quería sacar algún tipo de partido de la juventud que
nos corría por las venas, no quedaba precisamente más recurso que el de la
ceguera voluntaria. Al igual que los ingleses, «no caíamos en la cuenta»,
rechazábamos todas las amenazas, confinándolas al limbo de las cosas no
percibidas u olvidadas inmediatamente. También se podía, en abstracto, tirarlo
todo y salir huyendo, trasplantarse a algún país lejano, mítico, elegido entre
los pocos que seguían manteniendo abiertas sus fronteras, como Madagascar y
Honduras Británica; pero para hacer una cosa así hacía falta mucho dinero y una
capacidad de iniciativa fabulosa, y tanto yo como mi familia y mis amigos no
poseíamos ni uno ni otra. Por otra parte, vistas de cerca y en detalle, las
cosas no parecían tampoco tan espantosas. La Italia que nos rodeaba, o mejor dicho Turín y el
Piamonte (porque en aquel tiempo se viajaba poco), no nos eran enemigos. El
Piamonte era nuestra verdadera patria, aquella en la cual nos reconocíamos. Las
montañas que circundaban Turín, visibles en los días claros y a tiro de
bicicleta, eran nuestras, insustituibles, y nos habían enseñado el cansancio,
el aguante y una cierta sabiduría. En una palabra, nuestras raíces, no
poderosas pero sí profundas, dilatadas y fantásticamente entrelazadas, estaban
en Turín y el Piamonte.
fragmento de El Sistema Periodico