Monday 23 April 2007

El Bibliocausto

No sé cuantas veces ha ardido un libro por la intolerancia de los hombres. Pero no hay dictadura ni sistema totalitario contrario a la libertad de pensamiento que no haya quemado un libro. Desde Oriente a Occidente, desde el Norte al Sur y viceversa. Desde el principio de los tiempos hasta el final, bueno… desde que el papel existe. Recuérdame este gesto de “desmemoria” a aquella forma que tenían los egipcios de borrar de la historia incluso a dinastías completas, bastaba con borrarlas de las estelas de piedra, a golpe de cincel, presumo.

Cuentan que no hay apenas textos escritos en América porque los misioneros españoles quemaron los libros (que se hacían con la corteza de los árboles) porque creían que eran manuales de hechicería. El Talmud ha sido tantas veces quemado que ha sido justamente llamado “el libro quemado” y eso que en un sentido estricto no es “un” libro. En “El nombre de la rosa” era “la comedia” de Platón la que ardía por la intransigencia de un monje. Dicen también, que un fuego misterioso fue el que acabó con la Biblioteca de Alejandría. La inquisición también quemaba libros, además de a personas, tenía que diversificar. Mao también hizo limpieza con lo de la revolución cultural, y las dictaduras del cono sur hicieron lo propio.

Pero si hay una quema de libros que asombró al mundo por su violencia, por su magnitud, fue la que llevó a aquella noche del 10 de mayo de 1933.

Sigmund Freud dijo en su momento, al enterarse de la quema de sus libros, con sarcasmo “la humanidad progresa en la Edad Media me habrían quemado pero hoy se conforman con quemar mis libros.” Por desgracia se equivocó, los nazis pretendieron quemarle a él también, pero por suerte se salvó. Era demasiado famoso como para que su asesinato hubiese podido pasar desapercibido, y tuvo que escribir aquella famosa nota de descargo sobre la GESTAPO: “
yo le recomendaría la GESTAPO a cualquiera”.

La realidad de lo que acabó pasando en Alemania le dio la razón a aquel Heinrich Heine que dijo “Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres” Heine se habría reído mucho, habría disfrutado con la ironía, el régimen nazi encontró tan, pero tan alemán, germánico, ario su poema “Lorelei”, que se lo apropió como suyo y olvidó que su autor no era otro que el judío hasta la médula, Heinrich.

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