Friday, 18 October 2013

Ruth Prawer Jhabvala



            20 de febrero. Esta mañana me he acercado a casa de Inder Lal para conocer a la parte femenina de su familia: su mujer, Ritu, y su madre. No sé si las he cogido en un mal momento, o si es la forma en que viven habitualmente, pero la casa estaba desordenadísima. No hay que olvidar que los cuartos son minúsculos y que los niños están aún en una edad que lo ensucian todo. Ritu rápidamente ha quitado unas cuantas ropas y juguetes del banco. Yo hubiera preferido sentarme en el suelo, como ellas, pero me di cuenta de que tenía que someterme a la etiqueta que ellas juzgaban apropiada para mí. La suegra, con un disimulado bisbiseo, le dijo algo a la nuera referente sin duda a que trajese un refresco. Ritu salió disparada del cuarto, como aliviada de que la soltaran, y nos dejó a la suegra y a mí para que nos las entendiésemos como pudiéramos. Nos sonreímos, eché mano con escaso éxito de mis conocimientos de hindi (¡tengo que estudiar más!), recurrimos a la mímica, y no llegamos a ninguna parte. Estuvo estudiándome todo el tiempo. Tiene una mirada sagaz; parece como si te estuviera tasando. Me imagino perfectamente cómo debió ir examinando con toda atención a las posibles mujeres para su hijo, antes de decidirse por Ritu. Instintivamente fue sumando también mis puntos favorables, y yo, ¡ay!, adiviné a lo que ascendía la suma...

            Ya me he acostumbrado a que en la India se me valore de esta forma. Lo hace todo el mundo y en todas partes: en las calles, en los autobuses y los trenes. Lo hacen abiertamente, tanto hombres como mujeres, y no se preocupan por disimular la risa si es eso lo que les provocas. Me imagino que les debemos parecer raros, y también tiene que parecerles extraño nuestro comportamiento con ellos: ya no vivimos aparte, comemos sus comidas y nos vestimos con ropas indias porque son más frescas y más baratas.

            Fue una de las primeras cosas que hice al instalarme en Satipur: comprarme ropa india. Pasé por el puesto de telas de abajo y luego me fui al sastre de al lado, un señor pequeñito, que se sienta sobre una arpillera con su máquina de coser. Me tomó medidas inmediatamente, sin moverse del sitio y a la vista de todos los transeúntes, pero quiso mantener tanto las distancias, que el cálculo resultó demasiado aproximado para que la ropa pudiera sentarme medianamente bien. Como consecuencia de ello, la ropa me está enorme, aunque cumple su función, y me alegro de habérmela comprado. Llevo unos pantalones bombachos atados a la cintura con un cordón, como los de las campesinas del Pendjab, y el mismo tipo de camisa que ellas, hasta la rodilla. Llevo también unas sandalias indias que me quito sin agacharme a la entrada de las casas, como todo el mundo. (Son de hombre, porque las tallas de mujer no me valen.) Aunque voy vestida como una hindú, los niños siguen corriendo detrás de mí cuando me ven; pero no me molestan demasiado: estoy segura de que se acostumbrarán a mi presencia.

            Hay una cosa que me llaman con frecuencia: hiyra. Por desgracia, sé lo que significa. Lo sabía ya antes de venir a la India, por una de las cartas de Olivia. A ella se lo enseñó el Nabab; una vez le dijo que la señora Crawford parecía un hiyra (la tía abuela Beth era alta y sin pecho, como yo). Por supuesto, Olivia tampoco sabía lo que significaba, y cuando lo preguntó, el Nabab soltó una carcajada. Pero en lugar de explicárselo, le dijo: «Te lo mostraré.» Dio unas palmadas, una orden, y momentos más tarde apareció un grupo de hiyras, a quienes el Nabab hizo cantar y bailar en honor a Olivia.

            Yo también les he visto cantar y bailar. Fue el día en que Inder Lal y yo volvíamos a pie de ver su oficina. Estábamos cerca de casa cuando oí un ruido de tambores que venía de una de las calles próximas. Inder Lal dijo que no merecía la pena verlo, que era «una cosa muy vulgar»; pero yo tenía curiosidad; así que le hice acompañarme. Atravesamos una serie de callejas tortuosas, nos metimos por un arco y cruzamos un pasadizo que terminaba en un patio. Allí ejecutaban su número un grupo de hiyras: eunucos. Uno tocaba el tambor mientras otros cantaban, batían palmas y hacían algún paso de baile. Un grupo de espectadores se divertía con el espectáculo. Los hiyras tenían complexión masculina: manos grandes, sin pecho, y las mandíbulas anchas, pero iban vestidos con saris y llevaban adornos de bisutería. Su forma de bailar también era una parodia de los gestos femeninos, y supongo que sería esto lo que tanto divertía a la gente. Pero a mí me pareció que tenían los rostros tristes, e incluso cuando afectaban sonreír y hacían gestos insinuantes para acompañar lo que imagino serían palabras con doble sentido (todo el mundo se reía, e Inder Lal me quería sacar de allí), seguían teniendo el gesto de un obrero preocupado que se pregunta cuánto va a cobrar por su trabajo.

Fragmento de "Calor y Polvo"

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